Si un soneto le pedía Violante a Lope, que hay que ser caprichoso, unas líneas nos piden los amigos de “El Diario Montañés” (cielos, nunca pensábamos que llegaríamos a escribir esto) sobre las rabas, ese icono por excelencia de los bares de Cantabria, quizá nuestra más fuerte seña de identidad popular culinaria y, precisamente por ello, muy maltratada.
Entre nuestros peroleros los hay también devotos del “Gelín”, el Rey de las Rabas. Un bar de los de toda la vida, con su vermouth de solera rozando el grado de congelación, el rebozado rugoso y triscón de sus rabas, que hay que comer bien calientes. Un lugar auténtico en su estética, servicio, y comanda: “ponme una”, el salvoconducto a una ración de rabas como dios manda.
No obstante, sí nos llama la atención que han subido las raciones mucho de precio, y no siempre en calidad y cantidad, como comprobamos en la última parada en el “Solórzano”, de la que publicaremos en breve. O cuando visitamos otros locales en la que el tratamiento a este producto no fue de lo más cuidado, cómo en “Casa Sampedro”, en el que la ración era lo más parecido a la “casta” del picoteo regional que un homenaje al plato más famoso de nuestra comunidad en toda España y parte del extranjero.

Para cerrar, tenemos que confesar nuestro amor por los rejos, y esa capacidad para retener y concentrar el sabor en un crujido. La pena es que no son tan fáciles de encontrar en Santander. Nuestro odio, porque no vamos a ser todo amor, lo centramos en el limón y en ese pariente indecente que son los bocatas de calamares de Madrid, con los que, se dice, juntaron los ladrillos del Acueducto de Segovia, que ahí sigue en pie.
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